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De la cárcel al exilio


Omar Rodríguez Saludes, quien se inició como fotoreportero de la agencia independiente Cubapress en la ciudad de La Habana, pasó más de siete años tras la rejas.

Cuando fue puesto en libertad este verano fue transportado de la cárcel al aeropuerto de la capital cubana, y enviado en avión a España a vivir en el destierro con un pasaporte cubano que lleva el sello de "salida definitiva".

Rodríguez Saludes preparó su relato en primera persona bajo el título "Inesperada salida: de la cárcel al exilio". Este es el texto completo:

Serían las cuatro de la tarde del 8 de julio cuando el oficial encargado de atenderme en la prisión de Toledo, donde hacía casi cinco años estaba confinado, vino corriendo a buscarme. Su premura era tal que casi se cae al suelo debido a un tropiezo. "Saludes, vamos hasta allá arriba", me dijo sofocado y sudoroso. No me dio mayores detalles. Pero, de inmediato supe que me llevaría a una de las oficinas de la dirección del penal donde, me esperaba la Seguridad del Estado. "Vienen a hablar conmigo", me dije. Y así fue.

Detrás del buró del "jefe" estaba sentado un agente de la policía política. Su rostro no me era conocido, mas tenía la misma dureza y arrogancia que el que muestran todos los miembros de ese cuerpo represivo. Apenas entré en la oficina, el agente, sin pronunciar palabra, me señaló un teléfono que permanecía descolgado sobre el buró. Con muchos interrogantes que pasaban por mi mente en fracciones de segundos, casi todos referidos a mi familia, sostuve el auricular.

-Sí..., dije.

-¿Es Omar Rodríguez Saludes?, me preguntó una voz femenina.

-Sí, le respondí lacónico e intrigado.

-Por favor, espere un momento.

De inmediato me habló un hombre. Se identificó como Orlando Márquez, vocero oficial del Arzobispado de La Habana y secretario del Cardenal. Con premura, Márquez me anunció que Monseñor Ortega quería hablar conmigo.

Tras los formales saludos y sin mayores rodeos, Monseñor Jaime Ortega Alamino, arzobispo de La Habana, me informó sobre el resultado de las negociaciones que tuvieron con el gobernante de la isla, Raúl Castro, a través de la mediación de su persona y el Ministro de Exteriores de España, Miguel Ángel Moratinos.

Tras su resumen, Ortega Alamino dijo que había incluido mi nombre en una lista de cinco primeros presos que en "breve tiempo viajarían a España con sus familiares". El Cardenal me preguntó si yo aceptaba tal propuesta.

"Monseñor, yo le agradezco mucho su interés", le dije. "Pero, usted comprenderá que es una respuesta que no le puedo dar ahora. Primero, tengo que hablar con mi familia, principalmente con mi esposa. Ellos también tienen el derecho a formular su decisión". Esa fue mi respuesta.

Enseguida, el Cardenal me aseguró que de inmediato contactaría a mi esposa y que "con las autoridades" tramitaría una visita familiar.

Antes de despedirnos, agradecí al Cardenal su gestión en favor de los 75 y de las Damas de Blanco. También le hice extensivo mi agradecimiento al Papa Juan Pablo II, quien siempre abogó por nuestras libertades y porque siempre estuvo preocupado por el pueblo cubano. El prelado agradeció mis palabras y se despidió de mí deseándome la bendición de Dios.

Unos veinte minutos duró nuestra conversación. Para que el arzobispo pudiese escuchar mis palabras me vi obligado a elevar la voz. "La línea tiene dificultad", me dijo socarrón el agente de la seguridad que me observaba desde el puesto del director del penal, mientras tomaba nota de cada una de mis palabras. Para aclarar sus dudas me preguntó, sin muchos rodeos, si quería o no viajar a España. Mi respuesta fue categórica: "No. Ustedes saben bien que nunca ha sido mi voluntad abandonar Cuba". Tras un breve intercambio, el agente aseguró que me otorgarían cuanto antes la visita familiar.

Al día siguiente, a las tres de la tarde, recibí a mi esposa y al mayor de mis hijos. Para decidir nuestros destinos, nos concedieron apenas treinta minutos de visita. Le expliqué a mi familia lo difícil de la deportación, más aún cuando uno llega a su nuevo destino con total desamparo y desorientación. Deseaba que analizaran bien lo que les decía antes de que me comunicaran su decisión. Finalmente, ambos optaron por la partida.

Al finalizar la visita, cinco agentes de la seguridad de Estado, sin pérdida de tiempo, se reunieron conmigo en ese mismo salón. Ellos me aseguraron que para España podía llevarme una "cifra coherente" de familiares. "Ellos podrán regresar cuando lo deseen, pero tú no", me respondieron cuando pregunté si podría volver a Cuba cuando lo quisiera. "Saldrás hacia España en menos de una semana", me anunciaron.

Entonces, todo se aceleró. El tiempo era escaso frente a tantas cosas por culminar y coordinar. Un día después de la visita de mi familia, dos militares llegaron hasta mi cama para decirme que recogiera todas mis pertenencias. "Saludes, recoge todo que te vas. La Seguridad de Estado vino a buscarte", me dijeron. Poco faltó para que me sorprendieran escribiendo en mi diario, el mismo que de forma clandestina y con mucho sigilo, elaboré desde mi primer día en prisión, y en el que pude recoger algunas impresiones que comparto entre estas líneas. Minutos antes, en el escondite habitual, había guardado mis últimas anotaciones.

Los presos me felicitaron y no dejaron de expresarme su alegría por verme salir. Todos querían regalarme un adiós, ese mismo que habíamos anhelado pero siempre bajo un signo de interrogación que creíamos perpetuo.

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