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Samba de la Indiferencia


Me pregunto dónde habrán asimilado estas nociones políticas los últimos mandatarios cariocas, en qué escuela, bajo cuáles tendencias que potencian en extremo la competitividad interna y los impulsos a la producción, respetan las reglas del juego democrático...

Dos oportunidades para dos mandatarios. En 2010 Luiz Inácio Lula da Silva, en 2012 Dilma Rousseff. Puestos a prueba los dos últimos presidentes del gigante sudamericano, una de las potencias emergentes en un mundo no muy emergente en casi nada. Y ambos han desaprobado, con pésimas calificaciones.

Brasil genera una extraña ambivalencia en la actualidad. Por un lado, es el país del fútbol más luminoso, los carnavales más apoteósicos, las indiscutidas mejores telenovelas, y algunas de las mujeres más hermosas de cuantas se puedan encontrar en el mapamundi.

Y como lamentable colofón: una nación gobernada en sus últimos años por dos mandatarios de compromiso sorprendentemente nulo con los Derechos Humanos más universales. Digamos: el derecho a la vida. Y también, el derecho a la libre movilidad.

La primera oportunidad le llegó a Luiz Inácio. Acababa de morir Orlando Zapata Tamayo, y el mandatario brasileño visitaba una Isla que se retorcía en ese entonces en una atmósfera de represión asfixiante en las calles, quizás la más severa desde el verano de 1994.

Lula no solo lanzó al cesto de la basura la desesperada petición que cincuenta disidentes le hicieron llegar, de reunirse con él en busca de apoyo para, quizás, arrancarle al régimen cubano uno de esos regalos conque suelen agasajar a los presidentes de visita: un puñado de presos políticos.

No solo desoyó a los disidentes vivos, sino también a los muertos: mientras el mundo se escandalizaba por la muerte en huelga de hambre de un albañil opositor, Lula da Silva posaba feliz junto a ambos Castro, en sus indetenibles arreglos comerciales.

Dios o el azar juegan demasiado a los dados: durante su primera visita a Cuba, en este 2012, le corresponde a la primera mandataria brasileña, Dilma Rousseff, enfrentarse a otra muerte idéntica –Wilman Villar, 32 años- y a otro pedido de una conocida opositora. Yoani Sánchez abogaba porque una mujer como ella, una mujer con sabido activismo libertario en sus años juveniles, no se cruzara de brazos ante un gobierno que mantiene cautiva a una de sus ciudadanas, y le impide visitar justamente el país del cual es presidenta.

Dilma despachó el asunto en un par de oraciones. La bloguera debía vérselas ella misma con su gobierno, y el otro asunto, el de los derechos humanos, debe tratarse como un asunto multilateral, sin hacer de él un arma de combate ideológico. Punto. Pasemos ahora a lo verdaderamente importante, queridos periodistas: la resurrección del azúcar cubano con ayuda brasileña.

Me pregunto dónde habrán asimilado estas nociones políticas los últimos mandatarios cariocas, en qué escuela, bajo cuáles tendencias que potencian en extremo la competitividad interna y los impulsos a la producción, respetan las reglas del juego democrático; son –en resumen- presidentes respetables en sus posturas “hacia adentro”, pero causan una pésima impresión cuando se les pide que apliquen las mismas reglas democráticas en el tablero universal.

Desconocer que el tema del respeto a los Derechos Humanos de ciudadanos de cualquier nacionalidad debería ser un pilar básico para sostener relaciones bilaterales entre países honorables, no solo es una grave equivocación de Dilma Rousseff: es una vergüenza nacional para el gran país que dirige.

Y si la dama presidenta ha leído alguna vez la Declaración Universal que reconoce esos derechos, sabe que uno de ellos, fundamental, es el de la libre movilidad según el cual un ciudadano tiene derecho a salir y entrar de su país cuantas veces le venga en ganas sin que fuerza política alguna se lo impida.

Decir que el tema Yoani Sánchez se resume a una Visa brasileña y en lo adelante no es competencia de su nación, equivale a decir que el holocausto no es de interés más que para los judíos, o que solo las mujeres saudíes deben preocuparse porque no les permitan siquiera manejar. El resto del mundo, con Brasil a la cabeza, debe virar la cara hacia otra parte. Bailar una samba de la indiferencia que estaría muy bien si no existiera algo parecido a la ética universal, aplicable sobre todo a los grandes políticos.

Declarar que el tema de los Derechos Humanos no debe ser una condicionante primaria para las relaciones bilaterales, pone a la mandataria brasileña -como había puesto a su antecesor apenas dos años antes- a la cabeza de una especie de política exterior de la indolencia, que quizás alguna vez termine volviéndose en su contra. No sería la primera vez en un mundo cada vez más globalizado, menos ancho y ajeno.

Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff podrán ufanarse de sus gestiones, si nos atenemos al crecimiento económico y los avances en materia de educación del gigante sudamericano en los últimos años. Podrán alardear de tener la casa en orden, cuando casi nadie la tiene. Es cierto. Pero que no pidan ser queridos ni respetados en el vecindario.

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