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Perspectivas del “matrimonio igualitario” en Cuba


Un activista con una bandera del arco iris, símbolo de la comunidad gay en una plaza de La Habana (Cuba).
Un activista con una bandera del arco iris, símbolo de la comunidad gay en una plaza de La Habana (Cuba).

Tras perseguir con saña a los homosexuales, los castristas pretenden erigirse en sus campeones

LA HABANA, Cuba.- Como señalé en un artículo reciente, uno de los cambios más llamativos en la “nueva” Constitución comunista es el relativo al carácter del matrimonio, que a partir de ahora queda definido como “la unión de dos personas”. Esto, a su vez, permitirá la adopción de una posterior ley que unja en Cuba el llamado “matrimonio igualitario”.

La innovación ha dado pie a que varias iglesias protestantes, dando muestras de una militancia de ribetes fundamentalistas, hayan organizado actos públicos en los que se rechaza la medida. En la mejor tradición castrista, esos “hermanos separados” no han tenido empacho en emplear niños. Algo lamentable.

Por supuesto que esos compatriotas (me refiero a los adultos) están en todo su derecho de expresar su oposición a algo que —como es obvio— rechazan. Pero me parece deplorable que no hayan mostrado igual combatividad en la condena de la conculcación sistemática de los derechos de todos los cubanos. Somos, junto con venezolanos y nicaragüenses, los únicos americanos que tenemos prohibido expresarnos, desfilar o asociarnos con libertad.

Sospecho que, durante el “debate popular” del proyecto constitucional, otros muchos ciudadanos rechazarán la innovación. Y no sólo cristianos protestantes. También ateos, agnósticos, católicos, santeros y no pocos machistas-leninistas. Esa perspectiva, que considero real, invita a que meditemos con alguna profundidad en su problemática.

Ésta no sólo es cubana. También en otros países —sin que falte alguno de la culta Europa— el tema está sometido a intensa discusión. Aunque en determinado momento uno de los bandos alcance la mayoría, quienes se le oponen no cejan en su empeño, y no se excluye como posibilidad que los que los que han estado en minoría logren revertir la situación.

Entre los territorios que en un momento determinado admitieron el matrimonio homosexual y después lo rechazaron se encuentran las islas Bermudas y Eslovenia. En los mismos Estados Unidos, donde han sido las sentencias judiciales las que lo han reconocido, se especula que la probable incorporación a la Corte Suprema de Brett Kavanaugh, nominado para el cargo por el presidente Trump, pueda desembocar —entre otras cosas— en el desconocimiento de ese tipo de uniones.

Los más militantes partidarios de la medida argumentan que, al no reconocerse el llamado “matrimonio igualitario”, se violan derechos inalienables de los interesados en contraerlo.

El razonamiento que suelen hacer incide en el error que la ciencia de la Lógica denomina “petición de principio”. Éste consiste en tomar como premisa lo mismo que se pretende demostrar. El silogismo vicioso que emplean es más o menos el siguiente: Las personas LGBTI tienen derecho a casarse entre sí; por consiguiente, si no se les permite contraer matrimonio, se están violando sus derechos.

La pretensión de que exista un hipotético “derecho” a concertar ese tipo de bodas es aventurada, por decir lo menos. Durante milenios, la Civilización ha conocido el homosexualismo, pero ni siquiera en el Mundo Antiguo, donde esa orientación sexual alcanzó tanta difusión, se admitió la formalización de esa clase de uniones. Y esto pese a los diversos tipos de matrimonios que coexistían; por ejemplo, entre los romanos, maestros del derecho.

La aceptación de esos vínculos heterodoxos no es de larga data. A nivel planetario, somos cientos de millones los que vivíamos cuando la flamante Organización Mundial de la Salud (OMS) todavía mantenía al homosexualismo como una dolencia psiquiátrica, merecedora de las correspondientes terapias encaminadas a “curar” a los aquejados por ella.

¿Y de Cuba qué podemos decir? Fue este mismo gobierno —no otro— el que persiguió con saña a los miembros de la comunidad LGBTI y los encerró en campos de concentración con un nombre eufemístico: “Unidades Militares de Ayuda a la Producción”, las tristemente célebres UMAP.

Por aquellos tiempos ni se soñaba con que algún día la señora Mariela Castro desplegara su positiva actividad en el CENESEX y propugnara tratar con el debido respeto a los cubanos que han optado por el homosexualismo.

Por ende, hace apenas unos decenios que las cosas, en este aspecto, empezaron a cambiar para mejor. En ese contexto, no parece que pretender a ultranza la celebración de matrimonios entre personas del mismo sexo sea la opción más inteligente ni la más constructiva.

El principal argumento de quienes se oponen a esos enlaces es más o menos el que sigue: “Mis padres y mis dos parejas de abuelos se casaron entre sí. ¡Entonces cómo voy a estar de acuerdo con que esa misma ceremonia la celebren dos gais!” (Esto, claro, si no utilizan el sinónimo castizo, que tiene una fuerte connotación peyorativa y justamente por ello ha sido reemplazado en el uso común por el mencionado anglicismo).

En realidad, la oposición no es al hecho de que exista una formalización de las relaciones en el seno de una pareja homosexual. Lo que provoca el mayor rechazo, y aun la irritación de los recalcitrantes, es que ese trámite se lleve a cabo por medio de la misma institución que durante milenios sólo se ha empleado para las uniones de un hombre con una mujer.

Me atrevo a afirmar que, si para esos casos no se utilizara el vocablo “matrimonio”, sino otro término cualquiera (incluso algún sinónimo, que no faltan en castellano), el número de los objetores se reduciría al mínimo. Sería interesante hacer una encuesta al respecto. Pienso que, en tal eventualidad, estaría en contra menos del 10% de los entrevistados.

Desde el punto de vista jurídico, esa solución permitiría ajustar las normas correspondientes a las realidades específicas de las parejas homosexuales. También evitar contrasentidos como, por ejemplo, la norma que presume que son legítimos los hijos nacidos dentro del matrimonio (una regla que representa un verdadero absurdo cuando se está hablando de dos personas del mismo sexo).

Pero, por sobre toda otra consideración, creo que debe primar la aspiración a dotar de estabilidad ese tipo de uniones. El reconocimiento de los “matrimonios igualitarios” siempre se mantendría en peligro si una proporción considerable de la ciudadanía —que pudiera convertirse en mayoría—se mantiene opuesta a ellos. Incluso cuando los reconociera una ley, ésta podría ser abrogada (como en Eslovenia o Bermudas), con la consiguiente inestabilidad jurídica.

Volviendo a Cuba, ¿quién sabe lo que habrá pasado por los cerebros maquiavélicos de los castristas al cambiar la definición del matrimonio¿ ¡Tan astutos y cazurros como son! ¿Tal vez dar pie a que los simples ciudadanos —fundamentalistas cristianos incluidos— se desahoguen y aprovechen el “debate popular” no para hablar del monopolio del partido único o del socialismo fracasado e insostenible, sino del “matrimonio igualitario”?

Si (con perdón de doña Mariela) ése fuera el objetivo perseguido, después podrían presentarse ante la opinión pública internacional como líderes de ideas muy progresistas que han tenido que ceder a la voluntad democráticamente expresada por su pueblo, aunque éste esté equivocado. En ese supuesto, el machismo-leninismo saldría exultante. De paso, su propaganda tendenciosa podría atribuir el masivo rechazo popular a “los prejuicios heredados del pasado capitalista”.

En ese caso, todo podría concluir en la institución de una unión similar a la que propugno en este artículo, dotada de reconocimiento estatal y de efectos patrimoniales análogos a los del matrimonio.

Con perdón de los más furibundos activistas LGBTI, pienso que esto constituiría una bendición para las parejas homosexuales: Porque cuando se produzca en Cuba el inevitable cambio democrático, un “matrimonio igualitario” impuesto por los castristas duraría lo que el clásico merengue en la puerta de un colegio.

[Publicado en Cubanet]

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