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Lydia Cabrera en el sancta sanctorum de la Sociedad Secreta Abakuá


El próximo 19 de septiembre estaremos en el veinte aniversario de la muerte de la autora que donara El Monte al acervo de la insularidad, un compendio de profusos y profundos conocimientos de lo cubano o, más bien, de lo oculto cubano.

Lydia Cabrera, como José Lezama Lima y Fernando Ortiz, estaría empeñada no en pergeñar una obra literaria, quiere decir, no una obra literaria al uso, mamotreto más o menos, sino en la construcción de una cosmogonía insular que, volcada en el verbo escrito, dotase a los isleños de un pasado más o menos grandioso con que sostener el pesado, pedestre presente; instrumento para, con cierta eficacia, enfrentar la disolución de lo nacional en el maremagnum de lo que ahora llaman la aldea global.

A ese hipotético texto sagrado, trinitario, Lydia Cabrera aportaría El Monte, Lezama Lima Paradiso y Fernando Ortiz Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, algo así como una reminiscencia caribeña de lo sucedido allá en los inicios del segundo milenio anterior al Cristo, cuando los arios, pueblo indoeuropeo de guerreros nómadas, arribaban triunfales por el noroeste de la India, dotados del poder de la antigua revelación de los Cuatro Vedas, suerte de colección de himnos, Rik, melodías, Samam, sacrificios, Yajus, y fórmulas mágicas, Atharva, sincretizados, por otro lado, con una serie de leyendas y relatos místicos, además de una miscelánea de fonética, ritual, gramática, etimología métrica y astronomía; todo ello bajo el secreto, poder de la casta sacerdotal de los Brahamanes; luego, estaríamos hablando de Cabrera, Lezama y Ortiz como Brahamanes insulares; grandes almas sobre un páramo espiritual.

Pero si en Lezama Lima y Fernando Ortiz pudiéramos hablar de simpatías socializantes que los llevan, al menos al inicio, a deslumbrarse con el “acontecimiento auroral” castrista, al decir lezamiano, no sería apropiado asegurar lo mismo respecto a Lydia Cabrera que, como Orestes Ferrara y Gastón Baquero, pensaría que con la Revolución del 33 y la subsiguiente salida del mandatario Gerardo Machado no se iniciaría la madurez y modernidad de la infortunada isla sino su definitiva desgracia, situación sin solución, y que con el golpe de Estado de marzo de 1952 encabezado por Fulgencio Batista, sargento devenido general, no se malograría la plétora patriótica donada por los revolucionarios antimachadistas, antiimperialistas además, faltaba más, sino que ese golpe era más bien una consecuencia, estertor último de aquella revolución, y que con la arribada al poder de los fieros fidelistas el primero de enero de 1959, no se deponía a un deleznable dictador, demonio de la derecha, sino que se perdía nuestra postrera oportunidad de pactar con la sombra antes de que nos comiera la noche, de optar por el mal menor frente al mal mayor, de ser izquierdistas, Batista el primero, antes de precipitarnos al matadero de los comunistas. Pragmática perspectiva que haría disentir a Lydia, Ferrara y Baquero no ya de Lezama y Ortiz, sino del pensamiento progre en esa isla, es decir, casi todo el pensamiento en esa isla al menos desde la segunda mitad del siglo XIX hasta el presente.

Pero, política aparte, pensamiento político aparte, Lydia Cabrera dona al acervo de la insularidad su monumental El Monte, más de quinientas páginas de profusos y profundos conocimientos de lo cubano o, más bien, de lo oculto cubano, lo oculto acá como lo sacro. El Monte no sólo como expandido compendio del hermetismo afrocubano, sino como una concienzuda relación de las plantas y sus propiedades médico-mágicas, suerte de tratado de botánica, sin pretenderlo, sin la pedantería de los tratados de botánica. Un texto no sólo sacro, sino sacramentado por practicantes de los misterios y estudiosos, magistral, que nos manifiesta el monte, manigua de la ínsula, como una especie de catedral vegetal de lo gótico antillano.

Así, la dicha catedral de palo nos ofrece un estudio de más de trescientas plantas que se manifiestan de una u otra forma, para bien o para mal, en las magias y los rituales que llegaron a la isla desde el África. Con el estudio y la escritura acerca de la magia y la medicina contenida en esas especies de plantas que ofrece la flora cubana, pareciera que la autora siguiera los atinados consejos que le diera un descendiente de los congos e iniciado en la religión de Palo Monte: "... aprenda, aprenda a conocer la nkunia, los mufitoto, los troncos, las raíces, bukele nkunia, todo nfita nkanda vititi. No desprecie ninguna, que todas nacen con su gracia y su misterio de munganga y todas le servirán. Para bueno y para malo. Para bien de su cuerpo y de su prójimo si de verdad, verdad, no quiere hacerle daño".

Luego, El Monte sería, más allá de un texto sacro sobre una porción importante de la configuración de lo nacional, un texto documental, en que Lydia entreteje y arma en un sólido corpus literario las informaciones que sus amigos, negros iniciados, le ofrecen tras haberse ella sabido ganar su confianza. Por ejemplo, la autora dedica más de cien páginas para mostrarnos todo lo referente al mundo mágico y práctico en torno a la ceiba y a la palma; dos plantas ineludibles para el conocimiento de lo simbólico cubano.

El manejo eficaz de las fuentes y las referencias es una de las virtudes que caracterizan el libro, haciendo del mismo una obra de enorme significación para el estudio comparado de las religiones que con la trata de esclavos arribaron a las costas de la isla, y para la adecuada comprensión de los hechos de nuestra abigarrada etnografía al través, sobre todo, de la divulgación de los diversos ritos que provenientes del África sentaron plaza en el devenir nacional, ritos desembarcados de la mano de bantús, ararás, dahomeyanos, gangás, lucumís y otras tribus. Por otro lado, el Monte es un fiel reflejo de los múltiples fenómenos de sincretismo cuya conceptualización, hay que decir, se le debe al sabio Fernando Ortiz, sincretismo no sólo entre las reglas africanas y la religión católica, sino, y más interesante aún, sincretismo entre estas mismas reglas que, aisladas en el África, ahora se influían las unas a las otras, y sincretismo entre estas reglas y la manifestación de prácticas provenientes de Europa como el espiritismo cardeciano, que no cartesiano, así como con la imaginería china y los residuos de la religiosidad de los aborígenes precolombinos, dándose entonces en El Monte, de manera literaria, la expresión del ajiaco como definición de la cultura cubana que acuñara el sabio Ortiz; expresión, en fin, de lo que ha derivado, en virtud de un proceso de recreación de la realidad, en diferentes órdenes de presentación del Espíritu, órdenes en definitiva compatibles con la serie de transmutaciones, dogma en desenvolvimiento, del catolicismo que se operan en el inconsciente colectivo del hombre de la calle.

Hija del historiador cubano Raimundo Cabrera, desde niña Lydia Cabrera se sintió atraída por las leyendas y creencias mágicas de los negros, para terminar siendo iniciada en los estudios del folklore afrocubano por Fernando Ortiz.

En 1913 inicia la escritura de la crónica social de la revista Cuba y América bajo el seudónimo de Nena y, en 1927, pasa a residir en París, donde publicó, traducidos al francés por Francis de Miomandre, sus Contes nègres de Cuba, París, Gallimard, 1936, basados en relatos orales que constituyen tanto un aporte al conocimiento del folclore negro como una recreación poética.

Al regresar a la isla sigue en su labor escritural que, cada vez más, se va alejando de la ficción literaria para derivar hacia un estudio profundo de la cultura afrocubana, en sus aspectos no sólo lingüísticos y antropológicos sino mágicos y religiosos.

Como Ferrara y Gastón Baquero, Lydia formó parte del Gobierno de Batista, surgido tras el golpe, con el cargo de asesora de la Junta del Instituto Nacional de Cultura.

El aporte sustancial de Lydia Cabrera a una probable cosmogonía insular, habría que verlo como una forma de dotar a la ordinaria realidad insular de un orden otro, aberturas hacia un mundo más coherente, menos artificial, y si Lezama Lima y Virgilio Piñera inventan, sobre todo Lezama Lima, unos mundos alternos en los que el sentido último y concatenante es otorgado a la imago, y si Alejo Carpentier no crea mundos alternos y en cambio descubre, en el espacio mismo de lo real, las fluctuaciones y legados en el desarrollo del hombre en la historia, en el tiempo, ocurre entonces que Lydia se sitúa entre el uno y los otros, entre la concepción humanista del uno y la visión disidente del mundo que alimentaban los otros, para deambular dotada de la perspectiva exploradora y tenaz de las más oscuras y ocultas zonas de la realidad nacional; allí es que halla ella soluciones mágicas a lo absurdo de la pedestre realidad patria.

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La antropóloga y escritora, nacida en La Habana, nada menos que un 20 de mayo de 1899, a diferencia de Piñera y Lezama no tuvo, como hemos visto, devaneos revolucionarios y, por lo mismo, como Ferrara y Baquero, puso pronto pies en polvareda, noventa millas de por medio, para refugiarse en Miami como su isla, sino segura al menos, sí, posible, y si, por otra parte, diferencia venérea, Piñera y Lezama Lima gustaban de amar varones (Lezama de frente y luchando, Piñera de espaldas y agachando), Lydia gustaba de amar mujeres o, al menos, amó hasta la muerte a dos mujeres, por demás bellas y aristocráticas, a Teresa de la Parra, hasta que ésta muriera de tuberculosis en 1936, y a Titina de Rojas, hasta que Lydia muriera en Miami, un 19 de septiembre de 1991.

Quizá debido a ese desliz en el objeto del deseo, desliz devenido en derechura acorde con el duro código de los ñañigos, es que estos, tan estrictos en asuntos de los géneros y su trasgresión, determinaron para permitirle entrar al cuarto fambá, sancta sanctorum de la temible hermandad, siendo, parece ser, la única mujer en lograrlo o, al menos, la primera en hacerlo, gracias a lo que pudría escribir su Anaforuana: ritual y símbolos de la iniciación en la sociedad secreta Abakuá, y es que, especularíamos, los ecobios verían en la Cabrera un igual, hombre a todo dar en cuerpo de mujer o, quizás no, quizás los ecobios verían en ella todo lo contrario, y la habrían dejado entrar al fambá porque, como hemos asegurado anteriormente de Gertrudis Gómez de Avellaneda, era mucha mujer esta mujer, mujer cabal, total, absoluta, hembra entera, arriba y abajo, por delante y por detrás, en lo físico y en lo espiritual, divina dirían, porque, paradójicamente, ella encarnaba como pocas mujeres el arquetipo que los hombres (los hombres y las féminas) han venido adorando, deseando, temiendo y execrando en el devenir de la dilatada noche de los siglos en las fieles y fieras divinidades femeninas que se manifiestan ineluctables dando lo mismo la dicha que la desgracia; entenderían los estrictos ecobios, estrictos pero sabios, que la Cabrera, como la Avellaneda, estaría determinada, igual que en el símbolo mandala, a acceder a la circularidad, a lo completo, a lo complejo, significa, al otro lado, y ello, por enrevesado que parezca, implica también, y sobre todo, que ella tuviese que incorporar lo masculino; luego, entenderían los ecobios juramentados en el secreto que la Cabrera merecía más entrar a su sancta sanctorum que la mayoría de los masculinos, hombres de pacotilla, que los diestros sectarios desprecian por su menguada varonía no ya en el cuerpo sino en el espíritu.

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