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El presidente George H. W. Bush, Cuba y los nietos descalzos


El presidente George H. W. Bush mira hacia la izquierda mientras Fidel Castro pasa frente a él, durante la Cumbre Mundial de la Tierra, en Río de Janeiro, en junio de 1992.
El presidente George H. W. Bush mira hacia la izquierda mientras Fidel Castro pasa frente a él, durante la Cumbre Mundial de la Tierra, en Río de Janeiro, en junio de 1992.

George H. W. Bush, el expresidente norteamericano que acaba de morir, jugó un papel importante en las transiciones a las democracias de Europa Oriental. El colapso del comunismo europeo no hubiera ocurrido sin el liderazgo de Ronald Reagan y del Papa Juan Pablo II, quienes al igual que el Presidente Bush, ayudaron a esos pueblos a liberarse del control soviético. Tanto a Reagan, como a Bush y a Su Santidad Juan Pablo II, les preocupaba también la dictadura comunista en Cuba.

Cuando el imperio soviético comenzó a desmoronarse, los Estados Unidos apoyaron la reunificación alemana y la retirada de los ejércitos rusos de la región. El Presidente Bush quería además que la nueva Alemania fuera parte de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Pero los “minimalistas” en el Departamento de Estado, como lo explica Condoleeza Rice en su libro "Una Alemania unida y una Europa transformada", le dijeron a la Casa Blanca que esa meta era "imposible". Los minimalistas afirmaban que Washington tenía que escoger entre una Alemania reunificada y la retirada de los rusos. Y que la incorporación alemana a la OTAN no tenía la más mínima posibilidad de ocurrir. Pero George H.W. Bush se mantuvo en sus trece y no sólo los rusos se retiraron, sino que Alemania se reunificó y se unió a la OTAN.

La vida de Bush tiene características de leyenda. Estudió en la Universidad de Yale, pero dejó su carrera a medias para unirse a la marina norteamericana y pelear como piloto en la Segunda Guerra Mundial. Después se mudó del estado de Maine, en la frontera con Canadá, al estado de Texas, que limita con México, y allí fue electo a la Cámara de Representantes. Tuve el honor de conocerlo cuando era vicepresidente y pude visitarlo en el despacho presidencial. A pesar de haber sido el líder del Partido Republicano, lo que hoy en Estados Unidos la izquierda radical intenta convertir en un estigma, Bush debería ser considerado entre los más importantes presidentes estadounidenses.

En los artículos que sobre Bush se publican por estos días es difícil encontrar referencias a algunos aspectos importantes de su vida, a su personalidad y sus prioridades: a Bush como abuelo, a su sentido del humor, y a su apoyo político al derecho de los cubanos a ser libres. Permítanme explicarme.

Hace años, vivía yo en Washington y sonó mi teléfono. Era mi amigo Jeb Bush para invitarme a una reunión informal esa noche en el segundo piso de la Casa Blanca, en el apartamento de la familia Bush en la mansión ejecutiva. Cuando llegué, lo primero que vi fue a varios niños, quizás de seis o siete años, sin zapatos, retozando por todo el salón. No estaban allí para congraciarse con los dignatarios: simplemente acompañaban a su abuelo, mientras la abuela estaba en Maine ocupándose de los preparativos de un almuerzo con el por entonces presidente francés Nicolás Sarkozy, de visita en esa región.

El Presidente Bush parecía feliz. Nos deleitó con varios chistes que nos hicieron reír a carcajadas. Según él, los políticos tenían una idea exagerada de su importancia. Un visitante había querido besarle la mano. Otros lo saludaban con exageradas reverencias, casi postrándose ante él. Pero un día, nos dijo, por fin volvió a poner los pies en la tierra cuando, al salir al jardín de la Casa Blanca, lo vieron unos turistas tejanos desde el otro lado de la cerca, y uno muy campechanamente le gritó al Presidente: “Ey, Jorge, ¿dónde está tu mujer?”.

Bush nunca dejó de apoyar la causa de la libertad de Cuba. A pesar de las presiones de los que todavía hoy quieren poner sus negocios por encima de los principios, el Presidente siempre insistió en que la política hacia Cuba tenía que hacerse dentro de la ley, la cual condiciona el levantamiento del embargo a que el régimen primero tome medidas como la libertad de los presos políticos y la realización de elecciones multipartidistas democráticas.

El Presidente tampoco se olvidaba del contexto internacional. Cuando el último líder de la Unión Soviética, Mijaíl Gorbachov, que enfrentaba una gran crisis, le pidió millones de dólares para estabilizar la economía rusa, Bush le respondió que consideraría hacerlo siempre y cuando Moscú dejase de subsidiar a La Habana. Seguramente que a Fidel Castro no le hizo mucha gracia esa digna respuesta.

Después de la disolución de la Unión Soviética, la ONG Freedom House (Casa de la Libertad) me envió a Ginebra en Suiza para asistir a unas audiencias de la Comisión de Derechos Humanos. Los checos, y otros pueblos recién liberados del comunismo, apoyaban una resolución condenando al régimen cubano por la violación sistemática de los derechos humanos en la Isla.

Al reunirme con diplomáticos y organizaciones de derechos humanos en el Palacio de las Naciones, descubrí que La Habana y una coalición de los peores violadores de derechos humanos trabajaban intensamente para derrotar dicha resolución. Caracas, por ejemplo, le había informado a por lo menos un país que recibía petróleo venezolano a descuento, que si no se oponía a la resolución no se le podría garantizar más dicho abastecimiento de petróleo. Los gobiernos democráticos le informaron a la delegación de Freedom House que simplemente nunca obtendríamos los votos, e incluso algunos diplomáticos norteamericanos me aconsejaron que dejase el asunto en manos de los profesionales, pues ante una causa perdida era preferible no dar la batalla (otra vez el fantasma del criterio condicionado de los “minimalistas”).

Al no ocurrírseme otra cosa que hacer, llamé a Tallahassee y pude hablar con el entonces Gobernador de La Florida Jeb Bush, quien me pidió que lo llamase de nuevo esa misma noche. Cuando así lo hice, me enteré de que el Consejo Nacional de Seguridad ya se ocupaba del asunto. Y, después de que la resolución sí fuera aprobada por votación internacional en Ginebra, a pesar de los pesares y de los pesimistas, supe entonces que el Presidente Bush en persona se había comunicado con varios jefes de gobierno para recabar su apoyo a tan importante resolución para la causa democrática cubana.

El Presidente George H. W. Bush ha muerto. Honor a quien honor merece. Millones de sus conciudadanos hoy recuerdan su patriotismo, su honestidad y liderazgo. También millones de ciudadanos del mundo que hoy son libres gracias en parte a sus gestiones a favor de la democracia. Yo, sin embargo, recuerdo además a aquel abuelo luminoso y feliz, rodeado de unos nietos sin zapatos en la Casa Blanca, cuyos ojitos, como la picardía irradiante en la mirada de Bush, rebosaban pura paz y confianza para el futuro, así como un inclaudicable sentido del humor. Acaso en muy pocas crónicas sobre su muerte se mencionará el apoyo de Bush al derecho de los cubanos a ser libres, pero los cubanos y los cubanoamericanos nunca olvidaremos ese apoyo desinteresado, basado en los principios democráticos internacionales. Gracias, Presidente. Que en paz descanse.

Frank Calzon es un politólogo cubano, director ejecutivo del Centro para una Cuba Libre.
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