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La difícil tarea de revocar a Maduro


El presidente venezolano, Nicolás Maduro.
El presidente venezolano, Nicolás Maduro.

Maduro no se va a someter al revocatorio. Sabe que puede gobernar a su antojo mediante el control del Poder Judicial, anulando todas las decisiones y acciones del Legislativo.

Es bastante obvio que los chavistas, con Nicolás Maduro a la cabeza, no están dispuestos a cumplir las leyes y perder el poder. Las elecciones y la legalidad burguesa les eran útiles cuando tenían o podían simular que poseían la mayoría de los electores. Ahora, y desde hace unos años, sólo les queda invocar la sacrosanta revolución y gobernar apelando a la razón testicular.

La estrategia es muy simple y transparente: cuando pierden el control de alguna institución (las gobernaciones, las alcaldías, la Asamblea Nacional) la vacían de funciones reales, que pasan a ser ejercidas directamente por el Ejecutivo o núcleo duro de la dictadura.

A los representantes de la mayoría opositora los dejan figurar en el organigrama de la República, ocupando cargos nominales y cobrando todos los meses algún estipendio, pero sin poder real. Cuando protestan en las calles por esta burla a la voluntad popular, los represores asesinan a unas cuantas personas como forma de escarmiento y acusan a las víctimas de haber causado las muertes. Ésa es la increíble historia de Leopoldo López, de Antonio Ledezma y de las docenas de presos políticos que hay en el país. Estamos ante una dictadura mal disfrazada de Estado de derecho.

Por eso Maduro no se va a someter al revocatorio. Sabe, además, que puede gobernar a su antojo mediante el control del Poder Judicial, anulando todas las decisiones y acciones del Legislativo, pero ese fraudulento modelo no puede operar si la oposición ocupara el Palacio de Miraflores. El sistema quedaría descabezado.

A partir de ese punto –temen–, se iniciaría el desmantelamiento del disparate chavista. Se pondría punto final a los cuantiosos subsidios al Gobierno castrista, miles de agentes de Inteligencia cubanos serían devueltos a la isla, comenzaría la cacería judicial de corruptos y narcotraficantes –un grupo tan enorme como purulento– y peligrarían –piensan– quienes han sido los pilares del peor gobierno de la historia de ese país.

Naturalmente, Maduro y el chavismo jamás asumirían que luchan por sus vidas, sus privilegios y los botines obtenidos tras el saqueo del país. Para justificar la razón testicular existen palabras o frases altisonantes como "antiimperialismo", "revolución", "agresión yanqui", "neoliberalismo", "cuarta república", "Comandante eterno" y otras coartadas parecidas extraídas del salivero ideológico. Las excusas no faltarán jamás.

¿Qué pueden hacer los venezolanos ante esta violenta situación? El dilema es muy doloroso. Desde el punto de vista legal está justificada la resistencia activa a la tiranía. Lo dice y condona el artículo 350 de la Constitución bolivariana:

"El pueblo de Venezuela, fiel a su tradición republicana, a su lucha por la independencia, la paz y la libertad, desconocerá cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticos o menoscabe los derechos humanos".

Pero "desconocer" es una palabra vaga. ¿Cómo pueden los venezolanos desconocer a la pandilla de malhechores que controla el país si estos no se someten a la regla de la mayoría? Ya se sabe que el camino de golpear las ollas no conduce a la libertad. Tampoco el de marchar por las calles de unas ciudades que hoy están en poder de grupos armados de malandros, como allí les llama a los delincuentes.

Tampoco ignoran los demócratas venezolanos que están prácticamente solos en su lucha. A los "hermanos" latinoamericanos les importa un rábano lo que acontezca en ese país, y los estadounidenses han decidido que Venezuela no es un peligro, sino una molestia que en algún momento implosionará debido a la infinita incompetencia de sus administradores, sin necesidad de que Washington intervenga directamente en el conflicto.

Mi vaticinio, muy impreciso e inseguro, es que un día algún oficial de las fuerzas armadas, horrorizado por el enorme desastre provocado por Maduro y los cubanos, tratará de sublevar a sus compañeros para rescatar al país, a mitad de camino entre el patriotismo y la ambición de poder, como hizo Wolfgang Larrazabal en 1958.

O acaso, que un grupo de jóvenes civiles armados, convencidos de que el chavismo le ha cerrado totalmente las puertas a la democracia, se echarán a los montes o iniciarán una revuelta dentro de la estrategia guerrillera urbana, sacrificio que pudiera desencadenar el fin de la dictadura mediante sucesos hoy imponderables.

Mientras tanto, continuará el éxodo de los venezolanos más emprendedores y educados hacia cualquier punto del planeta en el que puedan rehacer sus vidas, aumentando progresivamente la pérdida de capital humano que sufre el país. Venezuela, simplemente, se desangra sin remedio. Es tristísimo.

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