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Carlos Cabezas / Hatuey y los hatueyes de hoy


Nadie quiere ir en otra vida al mismo lugar de quienes le están asesinando en ésta.

Uno de los primeros hombres que bañó con su sangre la tierra cubana ante la conquista española, fue sin duda, el cacique Hatuey. Proveniente de la vecina isla de La Española (actual territorio compartido entre Haití y República Dominicana), Hatuey llegó a Cuba con el fin de concientizar a sus pacíficos pobladores del peligro tan grande que representaba para ellos, esos extranjeros de allende el mar.

La tarea fue difícil para el cacique indómito, pocos le creyeron. La geografía jugó un papel oportuno para los conquistadores españoles. La palabra de Hatuey sólo pudo ser escuchada por caciques de la región oriental del país. No era fácil escudriñar dentro de los corazones de aquellos que no experimentaron en carne propia, los sufrimientos y padecimientos que Hatuey relataba.

Pueblo y familia cautiva por soldados con armas que escupían fuego, no era un concepto a digerir por hombres pacíficos que lanzaban flechas para cazar y para defenderse de otros como ellos, nada pacíficos, que incursionaban cada cierto tiempo en sus territorios.

De ahí que la misión de Hatuey no pudo desarrollarse a cabalidad, muy pocos se opusieron al colonizador y menos aún tomaron la iniciativa en la batalla. Más tarde Pánfilo de Narváez pacificó la isla, entiéndase arrasó con quienes se le opusieron.

Los conquistadores comprendieron pronto la labor que Hatuey desarrollaba entre los suyos, en términos modernos lo hubieran calificado de ideólogo. Por ello su captura se convirtió en prioridad. Lo persiguieron, acosaron y tomaron prisionero.

Lo que sucedió es de todos sabidos, fue quemado vivo en las proximidades del río Yara. Los detalles debieron haber sido muy ricos para la historia. No obstante fue un diálogo el que trascendió, imbricado con elementos reales y leyenda: ¿quieres ir al cielo?, preguntó un fraile al indio rebelde antes de ser quemado. Hatuey respondió con una pregunta: ¿y los españoles van al cielo?, el sacerdote afirmó. La respuesta del cacique fue lógica: si ellos van yo no quiero ir.

Nadie quiere ir en otra vida al mismo lugar de quienes le están asesinando en ésta, porque repetirían el crimen. Cualquiera de nosotros en circunstancias parecidas, hubiera respondido igual. Hatuey no rechazó la doctrina del Reino de los Cielos. Rechazó al hombre cruel que lo atormentaba y pretendía continuar siendo su verdugo por la eternidad.

Los cubanos recordamos a Hatuey por la cerveza que lleva su nombre, memoria indigna. Quizás otros, con algo de cultura, lo identificamos con el poema del Cucalambé (Juan Cristóbal Nápoles y Fajardo): "Con un cocuyo en la mano y un gran tabaco en la boca, un indio desde una roca contempla el cielo cubano..."

Una pregunta válida es ¿dónde está Hatuey? En la etiqueta de una cerveza promocionada con palabras que despiertan al paladar, o en los versos del Cucalambé narrando su despedida de Guarina en medio de vocablos como: yagruma, atejes, corojos, siguarayas, palmas, y otros que, nos hacen latir de añoranza por la Isla distante.

Hatuey está en la patria, y ésta en mí y en ti. El cacique rebelde es el acicate que impide olvidar el sufrimiento colectivo de todo un pueblo, que vive bajo el mismo cielo que él contempló. La entrega desinteresada de Hatuey para que los cubanos no pasaran por lo que los suyos experimentaron, fue el gesto más bello de nuestra primera historia.

Hoy los conquistadores fueron reemplazados por cubanos indignos, que a nombre de una ideología, extorsionaron las mentes de muchos y mutilaron a los Hatueyes que levantaron sus voces y manos contra la dictadura.

Conocí de hogueras dentro de los cañaverales para matar a opositores; de fusilamientos a lo largo y ancho del país; de torturas y asesinatos en las cárceles: mujeres en cámaras frías, disparos que cercenaron cuerpos o desbarataron testículos; de muertos asfixiados en una rastra sellada; de niños, mujeres y hombres, que ahogaron en un remolcador, de Hermanos al Rescate desintegrados por cohetes en el aire; de hostigamiento y represión en las calles; y de mucho más, pero sobre todo, de mentes infantiles mutiladas repitiendo como loros el eslogan de turno.

Cuando creí conocerlo todo, aún me quedaban cosas por aprender. Veo encarcelados a opositores tan pacíficos, como lo fueron nuestros indios; periodistas que se atrevieron a pensar independientemente; a poetas que se negaron a ir al mismo cielo que el opresor. Pero veo más, los veo a todos ellos con pupilas dilatadas por el fuego que se dispone a devorarlos, sin que renuncien al mito de Hatuey.

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