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De la Primavera al Invierno Árabe


Un estudiante en Egipto durante una marcha en El Cairo.
Un estudiante en Egipto durante una marcha en El Cairo.

La atención de los medios y gobiernos de todo el mundo facilitó que la llama prendiera con mucha más facilidad.

No hay Primavera Árabe, ni reforma tras una profunda revuelta callejera que pueda poner automáticamente un país subyugado durante años bajo un régimen corrupto y cleptómano en la senda del progreso. Sea bajo la democracia más perfecta o bajo la dictadura más opaca, hay cuestiones estructurales que impiden la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos de un país que se acaba de sacudir de encima a su antiguo tirano. Al menos así lo opina Javier Albarracín, director de desarrollo socioeconómico del Instituto Europeo del Mediterráneo, con sede en Barcelona, para quien tras la Primavera Árabe, “más que un verano es posible que llegue un otoño o incluso un invierno” para todos estos países que han protagonizado revueltas.

Las revueltas en el mundo árabe han sido muy variadas en cuanto a sus causas, pero todas han coincidido en el tiempo por una razón fundamental: había una “hipersensibilidad en Occidente” en cuanto a los levantamientos contra los totalitarismos en la zona. Esta atención de los medios y gobiernos de todo el mundo facilitó que la llama prendiera con mucha más facilidad, pero ahora cada país afronta sus dificultades de manera diferente, y el éxito de sus transiciones depende de muchos y variados factores. De hecho, para Albarracín y otros estudiosos del fenómeno “la verdadera revuelta empieza ahora”. Las transiciones en donde los tiranos se han venido a bajo no son para nada un camino de rosas. En algunos casos las viejas estructuras del Antiguo Régimen permanecen más fuertes que la amalgama de la oposición, ofreciendo resistencia, y siguen instaladas en la inercia corrupta que ha regido sus vidas en las últimas décadas. Durante los días de la revolución la cohesión de los opositores fue favorecida por un lema único, “abajo el dictador”, no había banderas concretas que pudieran ocasionar alguna divergencia. La post-revuelta, en cambio, se revela ahora más conflictiva que la propia revuelta en la medida que hay que repartir un pastel y en torno a la mesa se reúnen muchos comensales.

Mientras, las nuevas autoridades tienen que lidiar con un descontento que sigue manifestándose en en el espacio público. “A pesar de que las revueltas tengan éxito, va a seguir saliendo gente a las calles porque las expectativas se han multiplicado, y los jóvenes están pidiendo al nuevo gobierno que solucione problemas que existen desde hace treinta años”, explica Albarracín. La cuestión es que no todas las reformas tienen el mismo efecto sobre la vida de los ciudadanos. Las libertades políticas como la libertad de prensa o la libre fundación de partidos políticos tienen un efecto a corto plazo, pero las reformas socioeconómicas deben esperar al menos cinco años. También, según el caso, existen situaciones distintas y puntos de partida diferentes.

Albarracín cree que el caso de Túnez es el de una verdadera revuelta ya que “se ha decapitado a una elite”, mientras que en el caso de Egipto ha habido “un golpe de Estado” donde ahora manda el que fue anteriormente mano derecha del dictador Hosni Mubarak. En Libia, en cambio, se está produciendo un retorno al tribalismo. En todos los casos hay multitud de intereses creados por lo que cualquier reforma puede encontrar límites y resistencias.

Aún así la mayoría de estos países son polvorines debido a un crecimiento demográfico constante. Egipto, por ejemplo, tiene 80 millones de habitantes y cada año gana 1,5 millones más. Y eso a pesar de que solo el 5% de su territorio es habitable y los recursos hídricos y alimentarios son escasos. “Hay condiciones que hacen inviable Egipto como país a medio y largo plazo”, afirma convencido Albarracín. Además, a pesar de que en estos países más del 60% de la población tiene menos de 30 años, los políticos están entre los 70 y los 80 años. Las expectativas e intereses de unos y otros no tienen nada que ver y hay un distanciamiento entre la élite y los excluidos. Mientras los unos quieren reformas para que cambie su día a día, los otros quiere “mantener el poder y aferrarse a la silla”.

Hasta aquí podríamos pensar que Cuba guarda muchos parecidos con Egipto o cualquier país en el que ha habido revueltas (básicamente el mantener regímenes autoritarios), solo que en su caso el vertiginoso crecimiento demográfico no se da. De hecho Cuba es el único país de América Latina que está perdiendo población a la vez que la que tiene se envejece. Resulta difícil imaginar un escenario de revuelta, cuando el control sigue en manos de los mayores, los que no tienen prisas para las reformas, mientras los jóvenes ven que se les escapa la vida de entre los dedos y, resignados, optan por el exilio. La receta que Javier Albarracín propone para los países árabes, podría ser también aplicable en el caso cubano. “Es necesario crear puestos de trabajo, el capital de un país es su gente”. En el caso de Túnez, después de la revuelta ha habido 22.000 huelgas en un año, lo que ha mermado la producción, ha desestimulado la inversión y, en consecuencia, se han puesto peores condiciones para cumplir con las expectativas de los jóvenes que hicieron la revuelta.

Un cambio de mentalidad profundo es también necesario para afrontar todos los retos. Y para eso no hacen falta ni uno ni dos ni tres años, sino una generación, al menos. Y otro problema es que no puede ser el reformador aquel que para hacer cambios deberá reformar todo aquello que le resta privilegios, beneficios y poder. Es decir, los Castro no pueden ser los reformadores ni pueden cumplir con las expectativas de los excluidos del círculo del poder en Cuba.

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